Cosiendo el dolor emocional: un año del terremoto en Ecuador

Un año después terremoto del 16 de abril de 2016, Ecuador sigue recordando cicatrizando sus heridas ante la fatal catástrofe natural.

En esta entrada que cedí a Psyciencia, hablo sobre el dolor emocional que se va curando en Ecuador y nuestro trabajo humanitario nuestro trabajo de un equipo de psicólogos y psicólogas que partimos de Madrid, hasta Manabí para dar soporte y apoyo al Ministerio de Salud Ecuatoriano. Aquí tienes todos los detalles:

📍 Entrada Psyciencia: Cosiendo el dolor emocional: un año del terremoto en Ecuador,

Día Mundial de la Asistencia Humanitaria, 19 de agosto (#NotATarget)

Cada 19 de agosto se celebra el día mundial de la asistencia humanitaria. Este año se celebra bajo el lema  #NotATarget (#NoSonUnObjetivo, en español).

Tal y como cuenta ElPais – Planeta Futuro:

Ni los trabajadores humanitarios ni la población civil deberían ser el blanco de ataques en situaciones de crisis. Por eso, la ONU recuerda que deben cesar las bombas sobre hospitales, los secuestros, las violaciones de mujeres en el día que se conmemora la labor de quienes asisten a las víctimas.

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La felicidad es nuestra túnica nueva

El silencio es el mejor heraldo de la
alegría; fuera bien poca mi felicidad si
pudiera decir cuánta es.
W. SHAKESPEARE

Por alguna razón inexplicable, -o quizás sí tenga explicación- he comenzado a leer poesía, seguramente para repasar todas nuestras dudas existenciales, y de paso, hacérmelo ver.

El bálsamo que deja la lectura es extraña, pero reconfortante. Comenzar a leer poesía es como salir semidesnudo a la intemperie en una fuerte ventisca, en el que la lluvia y nieve se entremezcle por la fuerte sacudida del tiempo, y el gélido aire de la realidad te azote en toda la cara. De pronto, encuentres un refugio con una gran hoguera esperándote, en el que te calientas las manos y acercas todo tu cuerpo, con una manta gruesa que te abriga y te arropa.

Eso sería lo más cercano que sentí al leer poesía de Bai Juvi, poeta chino del siglo IX.

He de decir, que sus palabras  me cubren y me arropan  como si saliera a campo abierto con esa ventisca. Como si saliera a la vida me refiero, pero protegido de la mentira. Pienso en todos aquellos lugares donde no estuve, y que me cubren ahora mismo, como la poesía. Como la hoguera que me calienta y me protege.

Poema de Bai Juvi: Mi gruesa túnica nueva:

                                                                                                              
La tela de Kuilin es nieve blanca;
el algodón de Wu es nube blanda.
Resistente tela; gruesa manta,
así es mi túnica nueva.
¡Y qué bien me abriga!
Me la pongo de madrugada,
y estoy sentado así hasta la noche;
entonces me cubro con ella
y duermo cómodamente
hasta que despunta el alba.
He olvidado el riguroso invierno;
ahora ya me encuentro
en la benigna primavera.

 
En la noche avanzada,
viene a mi mente un pensamiento.
Palpando mi ropa,
me paseo por la alcoba.
Un caballero de verdad
debe preocuparse por todos.
¡Cómo puedo contentarme
con mi propia felicidad!

Ojalá se hiciera una túnica
de miles de leguas de largo,
que cubriera la inmensa Tierra,
de modo que todos quedaran
cómodamente abrigados.

***

Me imagino esas tardes frías de invierno, en las que nos arropamos de esperanza y de sosiego. Nos recogemos en nuestra dicha de no sentirnos solos, de ser alguien más. De que todas las personas seamos simplemente eso, personas. Que ya es mucho y bastante decir.

Podría estar en cualquier lugar y también estar al lado tuyo. Me imagino en los poblados sursudaneses, en la playa paradisíaca de Lamu respirando la brisa, en las aldeas de Sierra Leona escuchando canciones en Kuranko y los encebollados de Manabí que me hacen salivar de alegría.

Me quedo absorto de cuantos lugares puedo estar sin moverme, y cuanto podría abarcar con mis dolores y alegrías. Que no fueran solo míos, que nos cubriéramos de nuestro dolor y tristeza, y exhaláramos dicha.

Como quedarnos solo con nuestra felicidad, si podemos compartirla.


Imagen portada Patryk en unplash.com recuperada aquí

Poder, guerra y rutina

El poblado de Malakia muerde de dolor por la guerra. Me acerco a una reunión en uno de los muchos grupos guerrilleros que infestan la selva. Mientras camino, observo a lo lejos un cartel en un idioma que no comprendo. Hay varios controles a la llegada, me piden toda la documentación y me mira con desconfianza.

En toda esa burocracia de cacheo y burla, mordidas de dinero y carantoñas verbales, recuerdo resignado cualquier despacho de cualquier lugar del mundo. Esos lugares que permiten guerras civiles por decisiones geopolíticas, de esas oficinas que juegan a la ruleta existencial de millones de personas.

Soy consciente como empezó la guerrilla donde me encuentro. A muchos de ellos los cuidé en una Casa de Acogida. Ahora, según ellos, son militares de su pueblo.  Pese a que se identifican con la muerte, no es un gusto inicial, sino una imposición vital. De ahí que, sin saberlo, se ríen en la cara del sueño americano. Del sueño que te hicieron creer, de: “si quieres puedes”. Prueba a irte con ese discurso a Malakia.

La gente del pueblo se las armó para vivir con cientos de adolescentes armados con fusiles que venden nuestros países. Ven una salida económica en las armas que disparan y besan la muerte. Bien temprano, antes de salir el alba, sus familiares salen a cultivar el arroz. Otros salen a matar y saquear. También salen a ser matados. Que cruel voz pasiva. Matar y ser matado es una de las peores reciprocidades o intercambios que puedan existir. Ahora lo puedes ver en directo por Facebook.

La guerra de hambre –más bien por evitarla- habla de machetes manchados de sangre que se lavan para desligar los arrozales y alimentarse. Los que no tienen arrozales, recogen cualquier cuchillo para vengar la muerte. Es el famoso ojo por ojo existente, y que arrampla nuestra humanidad. Es curioso como escuché que, para glorificar que la vida merece la pena vivirse, hace falta hacer justicia mediante la venganza.

Esta inestabilidad social se convierte en estabilidad mundial. La estabilidad de una rutina inestable. Al habituarnos de ello, nos parece normal; normalizamos lo que no es normal. Puedes encender  un canal y ver masacres, la habituación hará el resto. Puedes ver un niño que empuñe un arma, indignarte, mandar un sms para que tú lo salves, e irte el Burger King. Como la vida misma.

La rutina nos deja en un dulce duermevela. Al habituarnos del horror, nos embadurnamos de una malvada constancia para normalizar lo que no es normal. Que existan 805 millones de personas con subalimentación crónica, no es normal, pero sí habitual. Tan habitual como remover nuestras incomodidades existenciales mediante un “like” o “emoticono enfadado”.

***

Al llegar al poblado, me tuve que repetir que eso era espantoso, aunque cayera en la rutina de verlo como cotidiano. Al hablar con un jefe guerrillero, me pidieron que sujetaran momentáneamente un arma, mientras masticaban hojas de khat.

En ese momento de empuñar el Kalashnikov, sentí poder. Y no pude sino sentirme nervioso, porque la extrañeza de sentirme superior, hizo que comprendiera muchas cosas. Me dio una cura de humildad. Me olí las manos, un extraño olor a metal indescriptible; miraba las cicatrices del arma, ¿por cuántas manos habrá pasado esta arma? ¿cómo narices ha terminado este arma en mis manos, sin yo quererlo, sin yo pedirlo?

Al final, toda esta amalgama moral, sobre  bien y el mal –al fin y al cabo de eso consiste la vida- se entrecruza con los dilemas existenciales que vierten nuestras más embarazosas verdades: que el poder y las desigualdades sociales es pura violencia hacia el ser humano, y que esto ocurre en cada segundo de nuestra existencia.  

A  falta de verdad, y sobredosis de mentiras, el poder es tan adictivo como empuñar el arma que tengo entre mis manos.

Así, de repente, lo comprendí todo.


Fotografía portada pixabay aquí

2º foto, Kumala, Sierra Leona, Airam Vadillo