El poblado de Malakia muerde de dolor por la guerra. Me acerco a una reunión en uno de los muchos grupos guerrilleros que infestan la selva. Mientras camino, observo a lo lejos un cartel en un idioma que no comprendo. Hay varios controles a la llegada, me piden toda la documentación y me mira con desconfianza.
En toda esa burocracia de cacheo y burla, mordidas de dinero y carantoñas verbales, recuerdo resignado cualquier despacho de cualquier lugar del mundo. Esos lugares que permiten guerras civiles por decisiones geopolíticas, de esas oficinas que juegan a la ruleta existencial de millones de personas.
Soy consciente como empezó la guerrilla donde me encuentro. A muchos de ellos los cuidé en una Casa de Acogida. Ahora, según ellos, son militares de su pueblo. Pese a que se identifican con la muerte, no es un gusto inicial, sino una imposición vital. De ahí que, sin saberlo, se ríen en la cara del sueño americano. Del sueño que te hicieron creer, de: “si quieres puedes”. Prueba a irte con ese discurso a Malakia.

La gente del pueblo se las armó para vivir con cientos de adolescentes armados con fusiles que venden nuestros países. Ven una salida económica en las armas que disparan y besan la muerte. Bien temprano, antes de salir el alba, sus familiares salen a cultivar el arroz. Otros salen a matar y saquear. También salen a ser matados. Que cruel voz pasiva. Matar y ser matado es una de las peores reciprocidades o intercambios que puedan existir. Ahora lo puedes ver en directo por Facebook.
La guerra de hambre –más bien por evitarla- habla de machetes manchados de sangre que se lavan para desligar los arrozales y alimentarse. Los que no tienen arrozales, recogen cualquier cuchillo para vengar la muerte. Es el famoso ojo por ojo existente, y que arrampla nuestra humanidad. Es curioso como escuché que, para glorificar que la vida merece la pena vivirse, hace falta hacer justicia mediante la venganza.
Esta inestabilidad social se convierte en estabilidad mundial. La estabilidad de una rutina inestable. Al habituarnos de ello, nos parece normal; normalizamos lo que no es normal. Puedes encender un canal y ver masacres, la habituación hará el resto. Puedes ver un niño que empuñe un arma, indignarte, mandar un sms para que tú lo salves, e irte el Burger King. Como la vida misma.
La rutina nos deja en un dulce duermevela. Al habituarnos del horror, nos embadurnamos de una malvada constancia para normalizar lo que no es normal. Que existan 805 millones de personas con subalimentación crónica, no es normal, pero sí habitual. Tan habitual como remover nuestras incomodidades existenciales mediante un “like” o “emoticono enfadado”.
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Al llegar al poblado, me tuve que repetir que eso era espantoso, aunque cayera en la rutina de verlo como cotidiano. Al hablar con un jefe guerrillero, me pidieron que sujetaran momentáneamente un arma, mientras masticaban hojas de khat.
En ese momento de empuñar el Kalashnikov, sentí poder. Y no pude sino sentirme nervioso, porque la extrañeza de sentirme superior, hizo que comprendiera muchas cosas. Me dio una cura de humildad. Me olí las manos, un extraño olor a metal indescriptible; miraba las cicatrices del arma, ¿por cuántas manos habrá pasado esta arma? ¿cómo narices ha terminado este arma en mis manos, sin yo quererlo, sin yo pedirlo?
Al final, toda esta amalgama moral, sobre bien y el mal –al fin y al cabo de eso consiste la vida- se entrecruza con los dilemas existenciales que vierten nuestras más embarazosas verdades: que el poder y las desigualdades sociales es pura violencia hacia el ser humano, y que esto ocurre en cada segundo de nuestra existencia.
A falta de verdad, y sobredosis de mentiras, el poder es tan adictivo como empuñar el arma que tengo entre mis manos.
Así, de repente, lo comprendí todo.
Fotografía portada pixabay aquí
2º foto, Kumala, Sierra Leona, Airam Vadillo