Matías, un desconocido cualquiera, ha hecho que su pseudónimo recorra estos días las páginas de la prensa general, dando carpetazo al mundo suburbano. Emborrachado de éxito anónimo, Matías, como se hace llamar, no hace más que ganar premios bajo su nombre ficticio. Tan ficticio como su fama, o tan real como su nombre ficticio.
Es curioso cómo el objetivo de la vida prefabricada es el de amansar el éxito y ser el subordinado de éste, su víctima o moneda de cambio. Bien saben los vendedores de éxito fasciculado, que el dinero no sólo aporta felicidad en sí mismo (aunque bendita felicidad dirían muchos), sino que tiene que venir con el acompañamiento del poder, como hermanas siamesas. Es como los conjuntos que te compras en el Primark y que te sale más barato. 2×1 en éxito y dinero.
Matías se hunde más en su anonimato, como si no tuviera nada mejor que hacer que dejar de ser para el resto. Del dinero hizo lo mismo que con el éxito: olvidarse. Al olvidarse de ambos ¿qué queda de él? Se sintió más liviano que nunca, con miedo a volar sin metáfora, tal y como cita en sus fábulas, tuvo que sentarse extasiado. Un anónimo a su derecha que también espera la parada del tranvía, le mira con extrañeza. Faltaría más, la extrañeza de un extraño.
Necesitó de ganar muchos premios para percatarse de la insignificancia de todos y cada uno de ellos. De hecho, la fama de la que disfruta estos días no se debe al hecho de ser malabarista del léxico, sino en la de ser un desconocido muy exitoso.
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Según premian un cuento o poema, Matías conquista una fama a la inversa (o al derecho, según se mire), en la cual hoy tiene más lectores que nunca, y siempre dejamos de conocerle.
Por fortuna, Matías se deleita de su anónimo apremio.
Fotografía Thomas Leth-Olsen en Flickr aquí (licencia CC no comercial)