– ¿De qué hubiera preferido usted fracasar, como fontanero o como toda un celebridad mundial? – Observo a la pareja tomando un Bloody Mery con un puro compartido mientras no paran de hablar sobre el fracaso. De ese fracaso que me suena tan familiar. Cerca de ellos, no dejo de espiar su conversación sin que ellos se percaten.
La pregunta, por enrevesada que pudiera parecer, me deja con una sensación de bienestar. Si yo tuviera que elegir una manera de fracaso distinta a todas las que he fracasado, ¿en cuál me reinventaría? Sería muy emprendedor por mi parte, o mejor aún, por nuestra parte. Es en toda regla un ejercicio reconfortante, como elegir con qué equipo de fútbol me gustaría perder, el número de lotería al que me gustaría no ganar o a qué galgo apuesto del que me va a dejar sin ganancias. Un fracaso visualizado.
No puedo evitar seguir escuchando la conversación que tengo al lado, pues se valen de una amalgama de situaciones verosímiles de cómo ser un buen fracasado. Al final se rinden: si tuvieran que elegir de qué manera hundirse, elegirían fracasar como un auténtico fracasado. Por puro placer redundante, es mucho mejor que ser un vulgar exitoso. Me siento tan abrumado que no sé si el propio éxito es peor que el fracaso, o si el fracaso no está tan mal como lo pintan.
Al final, me parece que todas las piezas del puzzle encajan y me quedo medio atontado con una minúscula sonrisa en la comisura, de esas en las que estás serio pero ligeramente contento. Mientras, la pareja exhausta de tanta divagación se marcha del lugar.
No lo pienso y me acerco rápidamente a beber Bloody Mery que dejaron a medias, bebiéndomelo de un solo trago, pese a que hace años que dejé de beber alcohol. Entretando, toso como un condenado por tragar el humo de su puro y decido romper minuciosamente mi boleto de lotería.
Fotografía Ged Dackys en flickr aquí (licencia CC no comercial)