(microrrelato) Reproches no dichos

No bajé de la moto ni me quité el casco. A lo lejos, casi sin detectarle debido a la densa neblina, supe que era él. Era mi padre haciendo auto-stop. Azares de la vida, me paré para ayudarle. El devenir hizo que dejáramos de hablarnos hace ya cinco años. Mi traje de motorista no permitía delatarme, muy a mi favor. No supo reconocerme. 

Estacioné a su lado. Casi como jugando a ¿quién es quién? Tanteé a la siniestra sensación de contactar con mi padre siendo yo para él un desconocido.

– Mi coche acaba de deshidratarse ¿podrías ayudarme a llegar a la gasolinera más cercana? – Preguntó

– Claro – respondí

Subidos en mi moto, seguía sin saber quién era. La última vez que nos vimos fue en el funeral de mi hermano. No hubo reproches al alza en ese día. Solo silencio, que bien mordía; sazonado con algún otro sólo resentimiento de fondo. De esos reproches nunca dichos pero que bien fueron resentidos. Y costaba tragar. Vaya si costaba. De esos “deberías de haber hecho” «tendrías que haber” o “qué hubiera sido si..” y poco más. Cada uno por su lado. El orgullo hizo el resto.

***

Ya montados los dos en la moto, comencé a conducir de forma temeraria. Adelantamientos imprudentes en una noche de niebla. Mi padre me agarraba más fuerte que nunca, y me reconfortaba.

Presencié cómo agachaba la cabeza para protegerse del aire. Sin duda,  reparó en el alza de mi zapato izquierda, pues tengo esa pierna algo más corta que la derecha. Dramas aparte, quienes peor lo llevaron fueron mis padres, ese sentimiento de culpabilidad de tener un hijo con un zapato ortopédico, donde unos centímetros hacen de menos, o de más, según se mire. Al fin y al cabo ¿qué pierna es la defectuosa?

¿Sería yo? No sé si se lo planteó. Parecía que me agarraba más fuerte que nunca, no sé si porque conducía yo de forma temeraria o porque le recordaba a su hijo.

***

Llegados a la gasolinera, le dije que podía llevarle de regreso a su coche con la gasolina recogida en un bidón. Por alguna extraña razón, me dijo que no hacía falta. Ya se las arreglaría. Como precisamente dejamos de hacerlo en nuestras vidas. No trató de mirar a través de mi casco, quizás por miedo a saber. Saber que no se equivocaba.

Esa noche sonó el teléfono varias veces, solo unos tonos, como esas llamadas perdidas largas que no sabes si te llaman o bien te dicen que se acuerdan de ti. Al aceptar la llamada, ya había colgado. 


Fotografía petzoj en Flickr aquí (licencia CC)

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