María Ferreira. La primera vez que viajé a África fue a Malawi. Tenía 21 años y para mí el gran continente era poco más que una idea que había definido antes de conocer. Trabajaba en Chinsapo, un poblado en Lilongüe, y mi rutina diaria consistía en equivocarme muy fuerte. Ésa era mi especialidad. Recuerdo que una mañana fui a un poblado que “no estaba muy lejos” para asistir al funeral de una de las pacientes del proyecto. Después de una hora y media caminando aprendí que las verdades eran sustituibles, y que si quería empezar a adaptarme debía dejar a un lado las verdades inflexibles que me habían poblado durante la adolescencia (“cerca”, en Malawi, no era lo mismo que “cerca” en España, desde luego).
Iba dejando atrás casitas de adobe con techos de paja y gente que saludaba amable. Algunos niños me seguían y me iban enseñando palabras en chichewa. Cuando llegamos al poblado, lo primero que vi fue hombres con máscaras, con faldas hechas de hojas de algún árbol que no supe reconocer, y con machetes. Me asusté. Me asusté mucho. Me sentía completamente sola y perdida en algún lugar del mundo. Dos hombres me guiaron hasta unos bancos de madera que habían colocado en círculo y me senté. Al rato muchos más hombres, todos vestidos de la misma manera, empezaron a correr detrás de un grupo de niños dando machetazos al aire. Los niños corrían riendo, y los hombres resultaban realmente amenazadores.
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Texto y fotografía de María Ferrerira recuperado de viajesalpasado.com