Sonia nunca quiso que nadie se enterara sobre lo sucedido, pero debía contárselo a alguien. Como bálsamo, el relato lo compartiría, con la condición de no romper esa barrera, la del secreto.
Para ello, tuvo la determinación de escoger cuidadosamente a la persona para guardar su secreto, ya que este debía ser guardado con sumo secretismo, manteniendo así todo su significado.
Sonia siempre supo que no hacía falta contarlo. Sin embargo, el sentimiento de culpabilidad rallaba su mente, y se percató que la mejor cura era compartir su secreto. Así, parece que quema menos; parece que se comparte el ardor.
No pararon de hablar toda la noche. A decir verdad, no paró ella de hablar. Eva, su amiga, no dejó de escuchar atentamente. Sin juzgar, sin etiquetar. Asintiendo. Aceptando. Su rostro era poesía enfrascada en atención, todo un ejemplo de lealtad. De amistad.

Pasaron los años, y nunca se conoció nada de algo que no se sospechaba. Nadie supo que se dejaba de saber algo. Ellas envejecieron separadas una de la otra por causalidades de la vida. Así, el secreto vive sin ser palpado.
Sonia murió. Anciana, sin dolor. Eva aún vive. En su mesilla de noche, tiene una foto de su mejor amiga para que, al menos, pueda reconocerla, aunque cada vez sea mayor su lucha. La enfermedad de Alzheimer arrampla toda su cognición. Todos sus recuerdos. Ya no se acuerda de tener que guardar un secreto. No se acuerda de tener que recordar.
De esta manera, y como si estuviera bien encerrado en una caja de madera, su secreto permanecerá guardado para siempre.
Fotografías AlgoAlex en Flickr
Bella manera de observar la vida
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